Los apóstoles eran pescadores, hombres muy simples. Cuando han encontrado a Jesús en Galilea, se han puesto a su servicio durante los tres años de su vida pública. Lo han seguido porque creían que era el hijo de Dios y el salvador del mundo.
Estos mismos apóstoles han dudado de su Señor el día que fue crucificado y que murió en la cruz y se han refugiados en el cenáculo llenos de miedo. Tenían entonces una fe tan pequeña que no les era posible solamente imaginar que Jesús era todavía su salvador. Habían sido tres años maravillosos; como un sueño. Y ahora habían perdido toda esperanza.
¿Qué pasó para que ahora los mismos hombres se encuentren en Templo de Jerusalén a predicar sin miedo que Jesús ha resucitado?
Paso dos cosas:
La primera es que han encontrado a Jesús resucitado. El que había muerto les ha aparecido. Les ha mostrado su costado perforado. Les ha mostrado las llagas de sus manos. Este mismo hombre que habían seguido y que estaba muerto había resucitado.
Pero eso no fue suficiente para que los apóstoles tuvieron la fuerza y el coraje de anunciar esta buena noticia delante de los judíos en el Templo. Tuvieron que recibir también una fuerza especial: la fuerza del Espíritu Santo.
Desde el momento en que la recibieron han sido totalmente trasformados del interior. Trasformados para anunciar la resurrección de Jesús, pero también para vivir como él vivió. Es decir, vivir del amor de Dios y de los demás hasta dar su vida. Así los apóstoles ya no tienen miedo de la muerte porque saben que han recibido la vida eterna.
Entonces hay dos testigos de la resurrección de Jesús: Los apóstoles que han encontrado el Señor y el Espíritu Santo que han recibido por haber obedecido a su Palabra: “Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo que Dios da a los que lo obedecen.”
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